viernes, 11 de febrero de 2011

A Divinis.

Capítulo XIII "Reinicios".

Las dos motos rugían en todo su esplendor, la vida volvía ser bella para nosotros, habíamos visto una luz al final del túnel lleno de polvo y nos encaminábamos hacia ella con toda nuestra buena voluntad.
Ahora comprendía lo que quería decir mi abuelo con eso de que los Gomes Madeira tenemos algo que decir en este mundo, ahora entendía el significado del medallón que me dio y que me dijo que sería la única herramienta de mi verdad junto al amor, por encima de todas las cosas, de una mujer.
Ahora abría que ser uno mismo hasta el día señalado, abría que disfrutar del verano y del amor por si acaso.
Fuimos directamente a la playa donde estarían los otros esperando, pero decidimos parar antes en casa para cambiarnos de ropa por que la que llevábamos estaba empapada.
Cuando llegamos a la playa ya estaba encendido el fuego de la victoria, ninguno había ganado individualmente. Pero todos en conjunto se sentían felices de haber realizado la excursión.
-Hombre, dichosos los ojos, ¿qué tal la...?.
-No quiero hablar de ello, por favor, Podemos seguir con la fiesta.-Interrumpí.
Los acontecimientos ocurridos en la caverna parecían olvidados, las experiencias vividas en la gruta volvían a estar lejos en el tiempo, las sensaciones negativas de todos y cada uno de nosotros eran vagos pensamientos arrinconados en el baúl de los recuerdos. Volvíamos a ser nosotros después de todo.
La fiesta estuvo bañada en cánticos, en risas y en cerveza. La alegría se había contagiado de su más alto estado de exageración festiva, las personas se comportaban como liberados pájaros enjaulados, el verano volvía a ser verano.
Cuando el jolgorio termino llevé a Ana a su casa, estuvimos más de dos horas hablando de nosotros, de nuestro futuro, de nuestras formas de sentir, de nuestra forma de amarnos, de todo sobre lo que se puede hablar cuando uno esta enamorado.
Regresé a casa a eso de las once menos cuarto de la noche, la moto de Alberto descansaba apoyada en el pequeño árbol de la entrada, el coche de mi padre dormía plácidamente en lo más profundo del garaje, las luces permanecían encendidas en la parte de arriba de la casa, abajo no corría ni el viento.
Entre en el jardín por el camino de piedras, avanzando lentamente para terminarme el cigarro, dejé los cascos apoyados en la escalera del porche, me senté en los escalones y miré al cielo, e intenté contar las estrellas una por una.
Escuché un silbido en la parte de atrás y pensé que era Alberto despidiéndose de mi hermana, no le hice caso. Segundos más tarde percibí el olor a canela de la caverna, olí el aliento helado de la gruta, saboreé la agria sensación de ser observado, sentí como era atraído por la fuerza de un polo magnético enorme. Y me levanté.
Transité por el lado del jardín donde mi madre tenía sus flores, anduve con clandestinidad miedosa, caminé por donde las sombras pertenecían al mundo de lo negro, avancé por el sendero del miedo en dirección a lo desconocido, a encontrarme con la nada.
Los pelos de la piel se me habían erizado, los sudores se me habían congelado sobre la superficie de la epidermis, las manos se habían paralizado sobre la extensión de mi pecho, que no podía respirar.
Al fondo del jardín comprobé el funcionamiento de los focos que, aunque eran pequeños, daban suficiente luz.





Cuando me disponía encender la luz, algo me sopló en la nuca. La sensación de congelamiento fue general en todo el cuerpo, la palidez de un pared de cal era pura fantasía al lado del color que había adquirido mi piel, los pies se me clavaron en el césped del jardín, la mirada se me perdió en lo más hondo de los ladrillos de la casa, los pensamientos se escaparon de mi cabeza como aves en libertad. Tenía pánico a lo desconocido.
Me giré lentamente cuando recuperé alguno de mis sentidos, para lo cual hubieron de pasar varios minutos. Miré a lo inexplorado, a lo oculto y no ví nada. No había nadie, y respiré un poco aliviado, pero cuando terminaba de soltar el suspiro, una mano me agarró por el hombro desde la espalda.
Me volteé sobre mi eje, contemplé la descarada desnudez del rostro de la mujer que tenía ante mis ojos, la conocía de algo, pero no recordaba de que.
Tenía los ojos cerrados, levitaba sobre dos dedos de neblina, hablaba sin abrir su escueta boca, andaba sin mover las piernas ni los pies, me agarraba y tenía los brazos apoyados sobre los costados de las caderas. La conocía.
-¿Te acuerdas de mi?, chico.
La voz salió de lo más misterioso de su ser, resonaba en mis oídos formando eco, recorría mis tímpanos de una oreja a la otra, me dejaba helado.
-La otra noche te hice la primera visita de las muchas que te haré hasta que llegué el momento. Sufrirás como no has sufrido en tu vida, lloraras como no has llorado jamás, sangrarás como nunca has sangrado, sudarás tinta roja para alcanzar tú objetivo, conseguiré que implores a tu abuelo, alcanzarás el punto culminante de la locura, querrás morirte una vez tras otra, y así hasta el final.
Las palabras recorrían mi cuerpo desde los pies hasta los pelos de las cejas, la sensación de enfriamiento se iba acrecentando, el aliento de mi boca se quedaba helado a dos milímetros de mi nariz, no podía moverme. Estaba atrapado por aquel espectro fantasmal.
-Ahora mírame a los ojos y sabrás lo que digo. Mortal humano.
Y comenzó a abrir los ojos lentamente, y pronunciaba mi nombre una y otra vez. Me debatía entre mirarla y salir corriendo, su voz sonaba cada vez más alta y profanaba los altares de mis oídos, no quería mirarla pero no podía evitar escucharla. Me comenzó a zarandear y las espasmódicas sacudidas me hicieron despertarme.
Estaba sentado en el porche, con los cascos de la motos cogidos a la mano, con un estado de enfriamiento sobrenatural y observando atontadamente como mi hermana y Alberto me intentaban despertar.
-¿Qué haces aquí tirado como un muñeco?.
-Estaba tan cansado que me senté a fumarme un cigarro y me he quedado dormido.
-Pues tira para adentro que te estas quedando helado.-Afirmo mi hermana.
Entré en la habitación, me descalcé, me desvestí, y me tumbé en la cama y de sopetón me quedé dormido.
Al día siguiente, cuando bajé a desayunar, mi hermana me miraba con una fijeza extrañada, como si yo hubiera echo algo raro.
-¿Qué hacías anoche durmiendo en el porche?.
-Ya te lo dije, venía tan cansado que me senté a fumarme un cigarro y me quedé dormido.
-¿Estabas soñando con algo?, más que nada por que te agitabas efusivamente.
-Si te digo la verdad, no me acuerdo de si soñé o no. Solo recuerdo de que tenía frío.
Las palabras salidas de mi boca sonaron algo huecas, vacías, como si no tuvieran peso, como si no fueran mis expresiones, como si no las pensara al decirlas.
Salí de mi casa con la intención de bañarme en la playa del amor de Ana, pero cuando llegué a su casa ya se había marchado.
Sin llamarme.

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