Capítulo XIX "Montando el puzzle".
Cuando abrí los ojos me encontraba encerrado en una celda de la comisaría, las imágenes recorrían mi cerebro como residuos de alguna pesadilla mal vivida.
Al incorporarme en el camastro pude ver, a Mabel y Ana, abrazadas en la celda de al lado, como si fueran dos niñas pequeñas y temiendo por algo. Mientras, en mi celda, Alberto dormía en el suelo apoyado contra la pared.
No sabía cuanto tiempo llevaba durmiendo, no recordaba nada de lo que habíamos echo para estar allí, solo podía ver las imágenes de un fuego enorme, la cara de algo en estado de euforia, gente corriendo, gente llorando. Alguien que me hacía alguna pregunta y que yo no podía escuchar, una imagen borrosa de algo que me había pasado en algún sitio de la ciudad. Ana en estado de enérgica histeria, Alberto maldiciendo por algo y Mabel llorando a lágrima tendida.
Intenté ponerme de pie para estirar mis entumecidos pies, me acerqué a la pobre ventana de la pared adornada con cinco barrotes perpendiculares, admiré el ancho y limpio cielo, envidie a la gente que paseaba por la calle sin ninguna preocupación, maldije la dichosa alegría que reinaba en el país de las comodidades, ansié la libertad de mis pensamientos, proclamé la inocencia de mis sentimientos, quería explicar el por que de esa situación y mis palabras se negaban a confesar las razones. Me sentía prisionero de mis actos, de mis sucesos y no de la cárcel donde se encontraba mi cuerpo.
Me giré para visionar el lugar donde había pasado las últimas horas, o días, de mi triste y desgraciada vida.
La celda donde yo me encontraba estaba vestida de mugrosidad y olores fétidos, los camastros estaban invadidos de por una plaga de malas sensaciones nocturnas, la luz entraba a través de la ridícula ventana y solo alumbraba el defenestrado urinario apestado de toda clase de improperios dignos de una cárcel tercermundista, el espacio era escaso en el habitáculo, las palabras rebotarían en una pared y te darían de lleno en el rostro.
Fuera, en el pasillo, quedaban restos de un extintor reventado a tiros y la mancha de sangre de alguien herido.
Fuera, en la sala principal, se podía escuchar el eco de palabras de gente que debatía sobre las razones de aquella situación. Sobre las consecuencias de los hechos acaecidos en el pueblo durante la última noche, sobre el futuro de ciertas personas que no debieran estar en esa situación.
En la celda de enfrente un bulto se convulsionó sobre si mismo, se agitó despreocupadamente y miró directamente a mis ojos.
-Buenos días muchacho, ¿qué has hecho tu para merecer estar aquí?.
La pregunta despertó las dudas que atemorizaban mi cerebro, alarmó a las células dormidas de mi razonamiento, desperezó la incógnita que deseaba despejar.
-¿Y usted?.
La pregunta surgió de mis labios sin poder evitarlo, como si tuvieran vida propia, como si no las hubiese pronunciado yo. La cara de aquel hombrecillo venido a menos, ni se inmutó.
-Me emborraché hasta las cejas y me estrellé con los contenedores de basura de la playa. ¿Te parece bien?.
-No es mi vida, a quien le tiene que parecer bonito es a usted, o a su familia.
-Mi familia no sabe nada, por que no tengo. Los perdí a todos en un accidente cuando viajaban en un autobús hacia aquí. Un conductor borracho se estrelló contra el bús haciéndole caer por un terraplen, murieron todos los del autobús aplastados por el techo, y el conductor borracho salió ileso. Interesante, ¿no?.
-Yo más bien diría espeluznante, y usted quiere hacer lo mismo que aquel conductor. ¿Me equivoco?.
-Yo no quiero vivir, que es diferente.
-Pues no se lleve por delante a gente inocente en su empeño. No tendrán la culpa de sus penas.
-Tienes razón, soy un completo subnormal. ¿Cuántos años tienes chaval?.
-Mi edad no viene a cuento, pero si desea saberlo tengo dieciocho años cumplidos ayer mismamente.
-Eres muy maduro y tienes pinta de saber lo que haces. Sigue por el buen camino.
La conversación con aquel hombre me había desviado por unos momentos de mis sentimientos, me había despistado de mis penas, me había sacado de mis escondites amargos.
Eché mano a los bolsillos de mi pantalón y solo encontré el mechero y el tabaco, saqué un cigarro y lo encendí.
Sentado en la cama, admirando a mi chica y elevando las plegarias al ritmo del humo del chicote, deseé que ella siguiera enamorada de mi cuando despertara. No comprendía la razón de aquel pensamiento, pero lo anhelaba.
Ahuyentado por el humo del cigarro, la conversación con el hombre y los suspiros provinientes de lo más profundo de mis entrañas, Alberto se despertó.
-¿qué ha pasado?.
-Eso quería que me lo explicaras tú, pero ya veo que sabes tanto como yo.-Le contesté.
Y nos miramos el uno al otro sorprendidos de nuestra ignorancia, alarmados de nuestro escaso conocimiento de la situación. Permanecimos sentados en la cama mirando a la nada, esperando una contestación a nuestras preguntas, una explicación de aquello.
Mientras en el exterior, las voces se agitaban entre dudas, entre subidas de tono y aclaraciones de testimonios.
La puerta se agitó estrepitosamente y una persona apareció ante el marco de ella, se acercó hasta las rejas de la celda y nos miró con asombrada alegría.
-Hombre, ya os habéis despertado. Ahora podemos aclarar este asunto.
-Perdone,-interrumpí-, ¿de qué asunto estamos hablando?.
El asombro apareció en su rostro como si hubiera recibido una bofetada en todo el semblante. La mirada de aquel hombre se quedó vacía, vigilante, celoso de nuestras palabras.
Salió del lugar con parsimonia, con lentitud forzada por los acontecimientos, con la expresión de alguien abofeteado por la vida, con la desgana de quien se había quedado sin vacaciones por un error.
Breves instantes después entro una mujer morena, alta como no hay muchas, hermosa como pocas, con la tez cansada por las circunstancias de la vida y mirando fijamente hacia el hueco de nuestro cerebro.
-Hola, me llamo Cecilia Perón. Soy psicóloga de la jefatura provincial de policía e investigo, junto con el detective Marcus, vuestro caso.
-Vale, hasta hay de acuerdo. Ahora, ¿qué es lo que hemos hecho?.-Preguntó Alberto.
-Pues supuestamente habéis incendiado el parque de las tetas, sabéis la razón de por que ha emergido un edificio en mitad del parque, estáis involucrados en un caso de magias negras y de poderes ocultos. Suficiente.
-¿Magias negras y poderes ocultos?.- Preguntamos al unísono los dos.
La duda se dibujo en la perfecta cara de la doctora, la expresión de alguien que se ha quedado sin términos para expresar sus teorías apareció en los ojos negros de la mujer.
-¿Me estáis diciendo que no queréis contestar, o realmente no sabéis nada?.
-Señora,-Intervine-,si supiéramos algo no se lo diríamos, pero no sabemos nada.
La frase expulsada de mis labios me sorprendió más a mi, que a la atónita y estupefacta doctora. Alberto me miró con una expresión de "¿estas loco o que?", y su respiración agitada elevó mis dudas respecto mis conocimientos sobre el tema.
-De acuerdo,-acertó a decir la doctora-,si no queréis hablar ahora, lo haréis ante mi y a solas.
Y se marchó con descarada agitación en su pisoteada personalidad, el enfurecimiento afloró por los cuatro costados de su esbelto cuerpo, se había cabreado.
-¿Pero qué es lo has dicho?, idiota.-Me acusó mi amigo.
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