Capítulo XIV "Confesiones"
-¿Quieres un café?, muchacho.-Ofreció Marcus.
-No, gracias.-Contestó el chaval.
-¿Quieres hablar ahora de lo sucedido, o no?.
-Lo único que deben saber, tanto usted como el resto de la policía, es que no deben saber nada.
-¿Pero como...?
-Déjelo estar, detective. Quiero descansar.
Y el chico se volvió a quedar en estado de trance y mirando al cielo.
Marcus se quedó paralizado mirando como el chico le ignoraba y le daba la espalda. Pensó en llamar a sus padres, especuló con la idea de sacarlo de la celda y dejarlo aislado de sus amigos, recapituló sobre la frase que le había dicho el chico y se quedaba todavía más anonadado. No tenía sentido lo que había dicho el muchacho, no podían dejarlo. ¿Qué estaban escondiendo todos ellos?.
Cuando la puerta se cerró a su espalda, el primero en preguntar quien se había despertado fue el agente Ramírez.
-¿Quién se ha despertado?.
-El chico de los Gomes Madeira. Pero se ha vuelto a dormir.
-¿Ha dicho algo interesante?.
-Absolutamente nada, excepto que lo único que deberíamos saber los policías es nada.¿Raro verdad?.-Interrogó Marcus.
-Realmente están afectados, se les nota rápido el trastorno.
-Por cierto,-respingó el detective-, ¿ha llegado ya la doctora Perón?.
-Todavía no, señor.
Las miradas se dirigieron a los presentes en la sala, casi la totalidad de ellos dormía en posiciones dignas de un cuadro de Picasso, la única persona que no había pegado ojo en toda la noche era el tío Cecil.
Eran las siete menos cuarto de la mañana, las sensaciones estaban adormecidas, las palpitaciones se habían quedado en estado de coma, los razonamientos carecían de sentido de la verdad. Todo estaba en silencio, acallado por la incipiente reacción de la vespertina mañana, todo parecía parado en el cuartelillo salvo el ronroneo del ventilador, todo estaba frío.
El teléfono volvió a sonar rompiendo el silencio, las miradas se despedezaron lentamente mientras el detective Marcus cogía el auricular.
-Buenos días, comisaría de Porto Bahía. Al habla el detective Marcus.
-Buenos días, soy el jefe de policía de la provincia, quisiera saber si ha llegado la doctora Perón.
-Lo siento señor todavía no ha llegado, pero la esperamos en cualquier momento.
-De acuerdo, cuando llegue que me comunique sus adelantos.
-Si señor.
Después de sonar el click cuando ya había colgado, el detective levantó la mirada en dirección al agente Ramírez, el cual se sentía sorprendido por el acontecimiento de la visita de la doctora.
Toda la mañana estaba siendo muy rara.
Mientras en el interior de las celdas, las dos chicas seguían durmiendo tranquilamente, el chico apoyado en la pared ni se había movido, pero el muchacho que se había despertado seguía mirando al cielo, pero esta vez despierto y agarrado a su amuleto.
Los minutos pasaron lentamente a lo largo de toda la hora siguiente, los segundos se convirtieron en lentas y consecutivas pisadas,. Nadie hablaba, nadie miraba a nadie, todos estaban sumidos en sus pésimos pensamientos y cada uno se consolaba como podía.
La temperatura era fría, pese a que en la calle había alrededor de treinta y cinco grados centígrados, el aire no viajaba por la estancia. Estaba sonámbulo.
A las ocho menos cinco de la mañana se abrió la puerta de la comisaría, el calor reinante en la calle invadió la sala y consiguió despertar a todos los presentes que aún dormían. Las miradas se clavaron en el marco de la puerta por la cual entraron unas botas de tacón grueso y un poco alto, las cuales le llegaban a las rodillas de unas esbeltas y estilizadas piernas, las cuales iban cubiertas por una falda a medio muslo de color negro. El maletín de piel que pendía de la mano derecha hacía sonar unas fastuosas pulseras de oro, los brazos, naturales y sencillos, estaban vestidos con una dulce y fina blusa de seda blanca, la cual dejaba transparentar el sujetador blanco de aros que intentaba esconder. La melena, negra como el carbón, descendía, lisa y pulcramente peinada, sobre los hombros. Unas gafas de sol escondían lo que debían de ser dos magníficos ojos negros, y la sonrisa producida por los dos carnales labios hizo lucir unos increíbles dientes blancos semejantes al teclado de un piano.
-Buenos días, soy la doctora Perón.
-Buenos días, soy el detective Marcus, encargado de la investigación del caso de los cuatro chicos.
-Quisiera verlos cuanto antes, podía ser ahora.
-En este momento están todos durmiendo, si quiere le puedo ofrecer un café y presentarle a sus familiares.
-De acuerdo.
El detective presentó uno tras otro a todos los familiares de los chicos, y la doctora decidió entrevistarse con cada uno de los parientes mientras se tomaba el café.
-Doctora, antes de que haga nada, debería llamar al jefe de policía provincial. La llamó antes de que llegara y dejó el recado de que cuando llegase le llamara.
-Muchas gracias detective.
La doctora debía de ser soltera, por que a parte de las pulseras no lucía ningún anillo de casada o de compromiso. Aparentaba unos treinta y dos años muy bien llevados, tenía la porte de alguien que acude al gimnasio a menudo, que salé a realizar futting todas las mañanas y asiste cuando puede a la piscina. Era alta, muy alta, debía medir aproximadamente un metro ochenta y cinco centímetros, y sus manos eran firmes, delicadas, pero firmes. Sostenía la mirada de su interlocutor como buena psicóloga que era, escuchaba las palabras rebuscando el segundo sentido, detectaba el nerviosismo en cada sonrisita. "a esta mujer sería difícil mentirla", pensó Ramírez.
Después de hablar con el jefe provincial de policía, la doctora decidió comenzar con las entrevistas a los familiares, y le pidió un consejo al detective Marcus para empezar con la sesión de preguntas.
-Si quiere empezar ya puede pasar a la sala de interrogatorios, estará más concentrada que aquí.
-De acuerdo, haga pasar al Señor Cecil.
Cuando la doctora desapareció detrás de la puerta, el agente llamó al tío Cecil y le expuso la cuestión. Este accedió a ser interrogado por la doctora siempre y cuando soltaran a su sobrina.
Entró en la sala con mucha precaución y manteniendo las distancias para con la doctora. Se sentó en la silla enfrente de la mujer, esta miraba atentamente un informe sin prestar atención a los movimientos del viejo, el cual se había encendido un cigarro sin boquilla de los que él fumaba habitualmente.
La mujer se incorporó de la silla, sin mirar al hombre, rodeó la mesa estudiando las notas escritas en la hoja, se detuvo en la silla donde había estado sentada, dejó la hoja en un lado de la mesa, cogió un Marlboro light, lo encendió, exaló el humo despacio y, por fin, miró al viejo.
-¿Es usted el tío de Ana María Cecil?.
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