El niño corría por el prado totalmente despreocupado, con sus ramitas secas en una mano y flores vistosas en la otra. Con una sonrisa satisfecha en la cara y el gozo pintado en el brillo de sus ojos, el jersey arañado de manchas de barro y el pantalón salpicado de motas verdes.
El contagioso ritmo de su risa fresca cesó de pronto, como si alguien le hubiese silenciado, ahuyentando a los pájaros que junto a él volaban, callando a los animalillos que lo animaban a seguir. El silencio que siguió avanzando trás los pasos que no llegó a dar, acabaron por descubrir la ausencia de su figura.
La histeria fue como un desprendimiento que comienza con un guijarro y acaba en avalancha. El descubrimiento consiguiente no ayudó a contener la estampida agobiante que asaltó a sus padres cuando hasta ellos llegó la nada. Las lágrimas corrieron por las almas desconsoladas de aquellos que, con todo el dolor de sus corazones, habían intentado dar vida inútilmente. La pena y el desconsuelo calaron hondo en sus vidas, cambiando todo aquello que habían soñado y que nunca podrían tener.
Los reproches nacieron de la nada y crecieron en sus conversaciones, clavando cada pulla en lo más sangrante de la herida. Los silencios dieron paso al distanciamiento, la lejanía al odio y, este, a la venganza.
Primero llegó la separación, después el divorcio.
Un encuentro fortuito abrió las puertas de un enfrentamiento. Volaron sillas y vasos, las mesas cayeron por doquier y la sangre corrió cuando un disparo la mató a ella y, con sus últimos golpes de aire, lo maldijo diciéndole:
-Me provocaste el aborto y ahora me matas, quédate satisfecho en este mundo......
Contemplando la muerte del amor perdido de su vida supo, como cobarde que era, que su única salida era morir y, poniéndose la pistola en la cabeza, disparó.
Pero la bala no le mató.
Cumple condena en un hospital para enfermos terminales, contemplando en su cabeza, en un bucle sin fin, como su mujer juega con su hijo...
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