martes, 8 de marzo de 2011

A Divinis.

Capítulo XXIV "La historia del parque".

Las palabras surgidas de la boca del chico habían sonado a huecas, con sequedad, pero con desviada desgana. Como con cansancio, con pena o con desánimo.
Habían cumplido su objetivo pero se sentían agotados, se sentían mayores, maduros. Los acontecimientos les habían sobrepasado toda su capacidad de realismo, ninguno daba muestras de satisfacción por lo que habían conseguido, no se encontraban realizados.
Los tres investigadores se debatían entre creerse la historia del chaval o, por el contrario, indagar más profundamente acerca de la vida de los chicos.
Las preguntas ya tenían respuesta en su mayoría, pero eran contestaciones que no tenían razonamiento en los cerebros invadidos de acontecimientos de los policías. Ninguno de ellos se explicaba las causas que el muchacho había expuesto, ninguno daba crédito a los hechos narrados bajo los síntomas de la hipnosis. Los tres se sentían engañados, pisoteados en su inteligencia y desbancados del mundo de la realidad.
El tiempo avanzaba lentamente con su tranquilo caminar hacía un nuevo instante, hacia un nuevo comienzo de la vida.
La doctora Perón consultó su reloj, interrogó con la mirada a su amiga Ponça y esta asintió. Las dos reflexionadas miradas se clavaron en la cara de Marcus, el cual se levantó de la silla donde estaba cómodamente ubicado y entró en el alojamiento de los presos.
Los cuatro chicos descansaban tranquilamente en sus camastros, sin dormir, pero con la sensación de estar agotados.
Marcus volvió a llamar a A.D., el cual se levantó de su cama y salió de la celda mirando a Ana, la cual le hizo una pregunta:
-¿Cuándo se va acabar esto?.
-Ya queda poco, no te preocupes.-Contestó ante la atónita mirada del Policía.
Volvieron a ingresar en la sala de interrogatorios, las dos mujeres permanecían sentadas una enfrente de la otra, con la mirada clavada en las hojas escritas a mano y con letra de médico.
Le indicaron que se sentara en la misma silla de antes y le hicieron la misma operación de antes. Le durmieron.
-¿Me contarás ahora lo que sucedió en el parque?.-Preguntó la doctora Ponça.
-Esta bien, se lo contaré.
-Empieza.
-Cuando llegamos al parque Ana y yo, Alberto y mi hermana ya estaban esperando. Aunque no podían empezar sin nosotros, eran las normas. Esperamos a que anocheciera, fuimos en busca de cualquier cosa que pudiera prender. Encontramos ramas secas, papeles, cartones enormes de electrodomésticos recién comprados, periódicos usados, hojas caídas de árboles. Cualquier cosa que encendiera un fuego nos valió. La hoguera no podía ser muy grande, pero tampoco tenía que ser escasa y, alrededor de la fogata, dibujamos una estrella de cuatro puntas, como la de los colgantes. Nos pusimos cada uno en una punta de la estrella, Alberto y yo enfrente el uno del otro, permanecimos en la posición aprendida hasta que llegara el momento, el cual nos sería dado por la dama.
-Vuestra maestra en los sueños.
-Exacto. Cuando los cantos de los grillos cesaran, cuando el viento dejara de viajar por el hiperespacio, cuando los olores se disiparan bajo el manto del humo del fuego, aparecería la dama. Nos explicaría la manera de invocar a los agentes del bien, a nuestros guerreros espirituales, a los que lucharían en la batalla con los secuaces del diablo. Y nos adentraría en la inconsciencia del subconsciente. Por así decirlo, nos dormiría.
-¿Porqué?.
-Por que sería más fácil ganar si luchábamos con el alma en su mundo, el mundo de las pesadillas.




Las miradas de los tres adultos se clavaron sin compasión en la boca del muchacho, el cual comenzó su relato invadido por los sudores fríos del miedo y por la serenidad del tiempo pasado.
Las palabras brotaban de su boca como si no las pronunciara él, como si desde lo más adentro de su ser, otra persona estuviera leyéndole un guión predestinado, como si fuera una actor secundario al que no le ha dado tiempo a aprenderse su parte de texto.
Las manos del muchacho permanecían inmóviles y, a la vez, temblorosas. El pulso se le había acelerado y las pulsaciones de su corazón se dejaban oir en toda la sala.
-Teníamos miedo, nunca nos habíamos metido en problemas semejantes, a excepción de mi hermana y yo. Pero ,aún así, teníamos miedo. Permanecimos alrededor del fuego sin dirigirnos la palabra, sin mirarnos a la cara. Temblando de frío a pesar de las altas llamas, a pesar de los sudores. La fauna del parque se detuvo para observarnos, la flora del lugar dejó su interminable fotosíntesis para admirar el espectáculo...
-No logro entender el por que de la situación, ¿por qué vosotros, porqué ahí?.-Interrumpió Marcus.
-Por que nosotros somos los elegidos por la dama, somos descendientes de personas dedicadas en cuerpo y alma a la destrucción del diablo, somos los últimos eslabones de la gran cadena de luchadores contra lo oscuro. Fuimos, somos y seremos la leyenda descrita por la dama ante sus seguidores, por la cual miles de antecesores han luchado. Había que mantener la esperanza hasta el último suspiro, hasta la última gota de sudor. Hasta la última gota de sangre.
-¿Y porqué en el parque?.-Volvió a insistir Marcus.
-Por que teníamos que derrotarlo en su casa, en su terreno. Cuando emergiera de las profundidades de la nada, lo primero que tenía que ver era nuestra invasión a su templo, no podía pensar rápido, tenía que ser inesperado.
-Continua.-Añadió La doctora Ponça.
-El silencio se apoderó de todos los ruidos de la noche, las respiraciones acallaban los sonidos del fuego, los sudores mojaban cada pensamiento de nuestras cabezas. El tiempo viajaba por la noche en dirección a la medianoche, los segundos pesaban en nuestras espaldas como losas de hormigón. Mientras los cuatro permanecíamos sentados sin mirarnos, alrededor del fuego y en cada una de las puntas de la estrella dibujada en el suelo. Esperábamos la aparición de la maestra.
-¿La espera duró demasiado?.-Interrogó Marcus.
-No. La dama no apareció en esos momentos, todavía era pronto. Aún teníamos que prepararnos a nosotros mismos. Teníamos que asimilarlo.
Los tres policías se miraban atónitos tras las declaraciones del chaval, las frases que salían de su boca divagaban hasta los oidos sorprendidos de los adultos.
Mientras, en la sala de afuera, los familiares de los chicos comenzaban a desperezarse. Se miraban los unos a los otros sin comprender que estaba pasando en el interior de las dependencias policiales, no se oía ningún ruido a excepción de un leve murmullo en una de las salas de interrogatorio.
El teléfono sonó bruscamente sobre la mesa del agente Ramírez, el cual lo descolgó un poco sobresaltado, la atención del público asistente se desvió hacía aquel punto de la sala.
-Comisaría de Porto Bahía, al habla el agente Ramírez, ¿en qué puedo servirle?.
-Soy el jefe de policía provincial, ¿puedo hablar con el detective Marcus?.
-Un momento.
El agente Ramírez se apresuro a la puerta de la sala de interrogatorios, dio dos golpes y entró en la habitación. Al segundo volvió a salir acompañado del detective, el cual agarró el auricular y se presentó.
-¿Han resuelto algún punto del caso durante la noche?.
-Estamos interrogando a los chicos y parece que tenemos algo, pero todavía no se lo puedo confirmar hasta estar seguros.

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