Capítulo XXV "La batalla".
Estábamos sumidos en nuestros pensamientos, nos encontrábamos enfrascados en nuestras dudas, hipnotizados por el calor procedente de las llamas del escaso fuego.
Cuando más apagados estábamos, cuando más silencio gobernaba en la zona y más relajados yacíamos, el fuego aumento su tamaño de manera sobrenatural. La luz que despidió iluminó los pinos de la parte baja de la colina, alumbró la pequeña charca inundada de ranas y sobresaltó la natural tranquilidad de los búhos.
Una neblina invadió nuestra visión, el frío, a pesar del fuego, apareció sobremanera y nos heló la sangre. Los susurros fantasmales acallaron cualquier pensamiento, las dudas afloraron en los rostro de Ana y mi hermana, y Alberto sentía el miedo correr por sus venas.
-Bien hijos míos, ha llegado el momento que no estabais esperando. Ha comenzado la cruzada por la que no querías pasar, por la que no queríais sentir miedo. Pero veo que habéis venido todos y eso significa que aceptáis vuestro destino como nobles conquistadores de la vida, como sacrificados batalladores del ejercito de la luz y los destellos, como la gran esperanza añorada por los siglos de contienda. Os voy a hacer una pregunta y quiero que me contestéis con el corazón, ¿de acuerdo?.
-De acuerdo.-Contestamos al unísono.
-Bien, ¿sois puros de corazón, de espíritu y de alma?.
-Si.
-¿Os amáis por sobre todas las cosas los unos a los otros?.
-Si.
-¿Venceréis a pesar de las posibles consecuencias que puede acarrear una derrota?.
-Si.
-Pues comencemos con la ceremonia de iniciación. Elevar los dos medallones por encima de vuestras cabezas y dirigirlos hacia la luna, a la vez que pronunciáis el verso que aprendisteis en la cueva.
Alberto y yo elevamos los medallones sobre nuestras cabezas, los dirigimos hacia la luna y, antes de pronunciar la frase, nos miramos a los ojos. Y, con un asentimiento de cabeza, pronunciamos los dos la expresión como una voz sola.
-Diosa de la noche y las estrellas, señora de los sueños y esperanzas, guíanos en nuestra danza y muéstranos las cosas bellas.
A continuación la dama pronunció dos palabras:"A Divinis", y la noche se convirtió en sueño, el frío se transformó en desangelada temperatura, los temblores se corrigieron en forma de suaves vaivenes, el miedo se convirtió en ansias de lucha. Las caras ya no eran conocidas, éramos cuatro guerreros embarcados en una cruzada sin retorno, cuatro desconocidos luchando por la vida de cientos de miles de seres humanos, cuatro personas sin rostro conocido, sin pensamiento propio, sin recuerdos, sin sensaciones.
La dama nos hablaba ahora como la jefa de un ejercito, no nos clamaba ni nos rogaba, si no que nos estaba ordenando. Llamo a los guerreros de a pie, a la infantería suicida y a los soldados de la luz. Miles de millones de seres con sonrisa de oreja a oreja se postraban a sus pies, todos irradiaban amabilidad y alegría y, cuando todos estuvieron ubicados, la dama nos presentó como los generales de la victoria, como los que los iban a guiar a la victoria definitiva.
Las sensaciones se multiplicaron por dos millones, la adrenalina subió hasta la azotea de la casa formada por los corazones alterados, las vibraciones se convirtieron en punzadas de pasiones incontroladas y las miradas se clavaban en nuestra manera de pensar.
La batalla había comenzado, la laboriosidad de nuestros armazones estaba formada. La lucha había comenzado.
La dama desapareció detrás de una cortina enorme de niebla, a la vez que las puertas del templo de la oscuridad se abrían de par en par, sin embargo el diablo nocturno no se había despertado de su eterno sueño.
La invasión fue rápida, pero silenciosa. Ágil pero muda, minuciosamente cuidadosa y, a la vez, tremendamente fuerte.
Los guerreros oscuros ni se enteraron de la invasión, los soldados de la luz avanzaban sigilosamente por las dependencias del templo, los pasillos de la construcción eran todos iguales. Enormes rocas formaban las gélidas paredes del edificio, vacías palabras viajaban por los huecos de las paredes, sombras oscuras pululaban por entre las rendijas de las piedras y enfriaban las entrañas de nuestra mente.
Nosotros cuatro dirigíamos la invasión como cuatro expertos estrategas, nos mirábamos y no nos conocíamos, teníamos la mirada que tienen todos los guerreros poseídos por la rabia y la ira, queríamos vencer por que era nuestro deber, por que era nuestra obligación. Habíamos venido a este mundo para luchar contra la maldición de un oscuro personaje, de un negro sultán de las pesadillas y de un fementido ser repugnante.
Las dos chicas, que mandaban el frente destinado a la distracción de los centinelas del patio, aparecieron de sopetón en el estruendoso silencio del pasillo, avisaron de que el camino estaba libre. Los aposentos del diablo estaban protegidos por dos centinelas enormes, con dos cuernos gigantescos y un hocico de perro lobo baboso, caminaban de lado a lado portando dos tridentes de oro y soportando sobre sus hombros dos inmensas armaduras metálicas.
Dos soldados se adelantaron a una mirada mía, y llamaron la atención de los centinelas, los cuales corrieron pasillo adelante detrás de los soldados. No había moros en la costa, podíamos entrar en la habitación del señor de lo oscuro y sorprenderlo en su lecho, vencerlo mientras descansaba.
Abrimos la puerta que emitió un chirrido sobrenatural, nos adentramos en la alcoba de la nada, en la zona de la muerte, en la fábrica de las pesadillas. La gran cama estaba ubicada en el centro del aposento, vestida con enormes sayos con extraños símbolos prehistóricos, con bordados de oro e incrustaciones de piedras preciosas a lo largo de toda la longitud de las telas.
Nos pusimos alrededor del camastro, elevamos los medallones sobre el cuerpo tieso del espectro durmiente y, cuando comenzábamos a recitar, el espíritu endemoniado se levito cuarenta centímetros sobre la cama.
Giró noventa grados y se quedó en perpendicular con respecto a la cama, sin posar los pies en el colchón enmohecido y sin abrir lo ojos.
-Os estaba esperando soldaditos, la dama nunca esconde bien sus cartas. Siempre ha dado un paso después de que yo ya lo supiera, siempre ha perdido por la blandez de sus pensamientos. Por la divinidad de sus actos siempre ha ido por detrás de mi.
-Por eso la noche del fin de la oscuridad, ella te mandó a lo más hondo de la nada, te incrustó en la zona neutra de la vida, donde la luz no deslumbra y donde las sombras no son alargadas.
-Descarado, vais a pagar por vuestro desfachatez por vuestra invasión. Moriréis.
-Vale, pero antes te mataremos nosotros a ti.-Descargué mi ira sobre sus oídos.
El demonio se desplazo hasta el centro de la habitación, posó sus pies en el suelo y elevó las manos en forma de cruz. Asombrados, nosotros le rodeamos y nos agarramos de la mano, formando un circulo cerrado a su alrededor y mirando fijamente los movimientos del ser.
Permanecimos en esa posición como si un pintor de época nos estuviera plasmando para uno de los cuadros a exponer en una galería, las miradas se clavaban en el rostro de aquella cosa infernal, un ser de complexión fuerte pero de apariencia cansada.
Medía, al menos, dos metros y tenía la cabeza pelada, sus largos brazos estaban coronados por dos inmensas manos con uñas de águila, sus interminables piernas concluían en dos enormes pezuñas de toro. Sus ojos cerrados despedían todo el calor del infierno, su boca cerrada ocultaba lo que debían ser enormes colmillos de bestia y su silencio helaba la sangre del más ardiente guerrero.
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