sábado, 5 de febrero de 2011

A Divinis.

Capítulo VIII "Divisiones."

Dejamos la carretera a altura del molinillo, y entramos en caminos de piedra. Comenzamos a subir por la falda de la colina en dirección a la gruta, Ana me tiró de la camiseta para que parase. Me detuve.
Se sacó el casco y desenvolvió su cremoso pelo, me miró sonriendo y me dijo:
-¿Qué pasa?, me estoy meando.
Detoné en una explosión de risas incontenidas, ella me miraba como si estuviese poseído, y su mirada de extrañada me hacía reirme más descontrolado. Se escondió detrás de unos matorrales mientras yo terminaba de contenerme y me encendía un cigarro, la moto ronroneaba bajo mi entrepierna, y los demás se perdieron en la espesura del pequeño bosque. Solo se oía los rugidos de las cinco motos distantes, nadie se dio cuenta de que nos habíamos parado, nadie observó que faltábamos, tendría tiempo de tontear un poco con Ana, si ella estaba dispuesta.
El matorral se movió y detrás de él ví la figura de Ana subiéndose los pantalones inconsciente de que la estaba viendo, se bajó la camiseta y se colocó la pechera con un gesto muy femenino de tirar del sujetador hacia arriba, se puso las gafas en forma de diadema y se giró hacia donde estaba yo, y me vió.
Cuando llegó a mi altura, con una sonrisa picarona en los labios, me preguntó:
-¿Qué estabas mirando cotillo?.
-No estaba mirando, te estaba admirando que no es lo mismo.-Contesté un poco excitado.
Me abrazó y me plantó un beso de los que hacen afición en la boca, pude oler su cabello dulce como la canela, pude saborear la miel tierna de sus labios, pude paladear el azúcar de su ser, pude degustar el almíbar de sus sentimientos y pude consumir todas las variedades de su amor.
"Momentos kodak", habría dicho Alberto. Pero a mí me gustaba llamarlo paradas de tiempo. Por que todo se detenía a nuestro alrededor, los pájaros dejaban de cantar, las nubes de viajar por el ancho cielo, el viento de soplar sobre las tenues ramas de los árboles, la hierba de crecer, el tiempo dejaba de correr hacia otro día, los pensamientos se escapaban de la mente y volaban al país de nunca jamás, solo nos quedábamos ella, yo y nuestros sentimientos. Los segundos se hacían inextinguibles, los minutos se prolongaban por la inmortalidad de la vida, las sensaciones se hacían indestructibles para los amantes inmortales, los momentos de gloria se quedaban en un pedestal podrido de vanidad, cuando dos personas se encuentran en los caminos del amor, en la ruta de los sentimientos, en la senda de las pasiones prohibidas, en la travesía de las fogosidades del éxtasis.
El momento duró un minuto, pero fue el minuto más largo de la historia de los minutos. Fue la culminación de sesenta segundos de pasión incontrolada, de calores que ascendían por la espalda, de sudores que descendían por la entrepierna, de sentimientos que afloraban en forma de alzamiento muscular, de endurecimiento de puntas de pirámide, de gemidos pasionales enmudecidos por la voz de la efusión, de manos entrelazadas, de ojos cerrados, de sonrisas picaronas, de complicidad emocional compartida, de sueños rosas.
-¿Nos marchamos ya o que?.-Preguntó Ana, todavía exaltada por el momento.
-Déjame que saboré este momento, por favor.
-Vale, de acuerdo.-Y me volvió a besar.
Las motos de los demás ya no se oían, los cantos de los pájaros volvieron a resonar en el viento que se movía de nuevo, las ramas se agitaban otra vez, y el tiempo volvía a correr en busca de un nuevo día.
Nos pusimos en marcha, pero fuimos muy despacio. Casi podíamos ver crecer los hierbajos.





Cuando llegamos a la entrada de la gruta no vimos a ninguno de nuestros amigos, pero si estaban las motos debajo de un árbol. Las voces de los chicos salían de lo más hondo de las entrañas de la caverna, estaban muy animados y felices. Iban cantando cuando alguien chilló de improviso y el eco del silencio producido tras él llegó hasta nosotros como una cuchilla de samurai, nos miramos sorprendidos, vimos la sorpresa y la angustia en los ojos del otro, y salimos disparados hacia la gruta.
Antes de que llegáramos a la entrada, una estruendosa carcajada general inundó nuestros oídos y la sorpresa se volvió a reflejar en nuestros ojos. Alguien gritó mi nombre, alcé la cabeza hacia las pared de rocas del fondo y vislumbré la cabeza de Alberto, me hacía señas como un poseso para que subiéramos hasta donde se encontraban, le hice una señal a Ana para que viera la posición de Alberto y para que supiera que teníamos que subir por allí.
Comenzamos la ascensión por las rocas más secas, escalamos por la zona más firme y sin peligro de resbalones, remontamos los doce metros de pendiente de rocas y gravilla con total lentitud, sin arriesgar.
Mientras subíamos a la cumbre escuchábamos las voces escandalosas de los demás, las risas alteradas, los nervios por el susto acaecido y la alegría descontrolada de estar haciendo algo peligroso.
-¡Donde os habíais metido picarones¡.-
Gritaba eufórico Alberto.
-¿qué ha pasado?,¿hemos oído un grito?.-Pregunté.
-Nada, la torpe de Esther que se ha resbalado, ha caído deslizando por las piedras y se le ha roto el pantalón.
-¿Y se ha hecho ella algo?.-Interrogó Ana.
-No, un pequeño rasguño sin importancia.
Después de la conversación con Alberto, nos acercamos a donde estaban los demás, y vimos a Esther y sus pantalones rotos que le dejaban ver un poco de su trasero.
La pobre de Esther se había puesto colorada, su novio Juan intentaba taparla el agujero con un pañuelo, mientras los demás se partían de risa y la desdichada chica se debatía entre la risa y la timidez.
La atronadora carcajada común se iba apagando, las miradas se cruzaban a lo largo y ancho de la caverna, y los suspiros de agonía sustituían a los resoplidos de alegría y de nerviosismo.
Alguien dijo:
-Bueno,¿nos decidimos a entrar ya o qué?.
El silencio volvió a reinar en la caverna, las miradas ahora eran de complicidad, el miedo empezaba a hacer acto de presencia, los sudores comenzaban a caer por las espaldas, los temblores comenzaban a florecer en las manos, las posiciones tomadas ya no eran tan firmes como hacía diez segundos. Teníamos miedo.
-¿Porqué no entramos por grupos?, nos será más fácil a todos.-Propuso alguien.
La propuesta fue tomada con mucha gratitud, la división de los grupos fue moderadamente rápida.
Tres grupos de cuatro personas, Esther, Juan, María y Pedro; Antonio, Sara, Lolo y Tina; Alberto, mi hermana, Ana y yo.
Fuimos entrando en la gruta por separado, primero el grupo de la chica de los pantalones, que entró por la parte más inferior de la enorme piedra. Cuando ya no oíamos sus respiraciones, ni podíamos escuchar sus pisadas ni sus palabras susurrantes, entró el grupo de Lolo.
A estos les costó un poco más entrar, cuando al fin se decidieron lo hicieron por la parte más alejada de la roca, pero la de más fácil acceso. Las pisadas se escuchaban pesadas, lentas como caracoles, susurrantes como fantasmas, no podíamos saber por que, pero de pronto se dejó de escuchar nada, ni las pisadas, ni las palabras, ni los suspiros agónicos, nada de nada.
Después de varios minutos de espera escuchamos un golpe seco y la voz de Antonio gritándole a su chica Sara que tuviera más cuidado de donde pisaba.



Por fin nos tocó entrar a nosotros, lo hicimos por la parte cercana de la gruta, pero la de más difícil entrada dado que estaba húmeda, fría y lisa. Agarré fuerte de la mano a Ana y comenzamos a ascender hacia la grieta en la pared.

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