miércoles, 23 de febrero de 2011

A Divinis.

Capítulo XVIII "Despertares".

El verano había transcurrido como yo había planeado, a excepción de la subida a la caverna. Había conquistado a la chica de mis sueños, había realizado experiencias nuevas y había logrado ser feliz.
Ana me había contado lo de sus pesadillas nocturnas, pero también me había señalado que cuando estaba conmigo se sentía la mujer más segura del mundo, Yo sentía lo mismo, sabía que algo, o alguien, entraba en mi cerebro cuando descansaba, pero nunca me acordaba de lo que sucedía en mis pesadillas. Pero cuando estaba con Ana era el hombre más fuerte del planeta. Si la miraba a los ojos su brillo me llenaba de valor, si la agarraba de las manos detectaba el fuerte sentimiento que despendía a mi favor, si la besaba sabía, instantáneamente, que estaríamos siempre juntos. Pasara lo que pasara seríamos el uno para el otro.
El día que estuvimos en el faro se colmaron todos los deseos que tenía hacia Ana, ese día fue el principio del amor eterno que nos juramos. Allí sentados contemplando el ancho mar, cubiertos con sudor, envueltos en el aura de dos enamorados y sedientos de cuanto desean beber dos locos seducidos por el oasis del amor, nos dimos cuenta de que siempre seríamos uno.
El verano estaba llegando a su fin, apenas quedaban dos semanas para que llegara el pistoletazo de llegada a meta, las sensaciones crecían en cada mirada, en cada roce de manos, en cada sonrisa, en cada beso. Todo era demasiado perfecto, demasiado bonito, demasiado hermoso. Las cosas se habían teñido de un color rosa perfecto, los horizontes se veían de color azul y sin nubarrones, las maravillas del mundo se quedaban en simples monumentos cuando admiraba la sensual figura de Ana. Estaba tan enamorado que no lo ví venir, estaba tan cegado que no le hice caso en el primer momento.
El día comenzó en mi casa desayunando. Era un día tranquilo y soleado, no hacía viento, no corría la brisa del mar, no trabajaban ni las hormigas, no se movía ni un alma, no se bañaban ni los pájaros.
Alberto llegó para buscar a mi hermana a eso de las once y cuarto, me preguntaron si bajaría a la fiesta de despedida con Ana, y les contesté que lo más seguro era que sí.
Y entonces me vino la luz, me asaltó el pánico, el miedo recorrió mis vértebras, los sudores invadieron todos los poros de mi cuerpo, la respiración se me entrecortó y me quedé pálido.
Alberto me miró asustado y me dijo:
-No me digas que es hoy el día, por favor dime que me estas gastando una broma.
-Ojalá fuera una broma, amigo mío, ojalá.
Y los acontecimientos se precipitaron en cascada, los caudales de nerviosismo se precipitaron río abajo por el caudal de la desgracia, la escalada se había truncado por el mal soporte de un mosquetón, nos mirábamos y no nos veíamos.
Monté en la moto y salí disparado hacia la casa de Ana, le dije a Alberto que se fueran al punto de encuentro y que no hicieran nada hasta que no llegáramos nosotros. La moto rugía bajo mi entrepierna como el diablo en estado de posesión, la cabalgadura con la que descendía calle abajo estaba desbocada, la gente me miraba asustada, por que no me detenía en ningún semáforo. No veía nada más que la cara de Ana llorando y llamándome desesperadamente.
Cuando llegué a la casa tiré la moto al suelo, entré corriendo a la habitación de Ana, llevándome por delante al tío Cecil, una silla y a Lilas. Y allí estaba Ana, de rodillas, con las manos en la cara llorando. Cuando apartó las manos de la cara y me vió se lanzó a mis brazos desesperados, que la aferraron como si fuera la última vez que la fueran a tener entre ellos. De sus cansados labios salieron dos palabras.
-No puedo.
-Si puedes, además de deber. Hiciste una promesa recuérdalo. Hazlo por nosotros, por nuestro amor, por nuestro futuro, por todo. Vamos cariño, tienes que hacerlo.



-Pero le tengo miedo.
-Yo también le tengo miedo, pero es mi destino y prometiste estar conmigo. Por favor levántate, nos están esperando.
-Esta bien, lo haré por que te quiero, pero cuando todo acabe, ¿Te seguiré queriendo?.-Me preguntó entre sollozos.
-La verdad es que no lo sé, pero si algo hemos aprendido este verano es que el amor todo lo puede, vamos a vencerlo con nuestro amor. Marchémonos ahora.
Y salimos de la habitación como dos rayos, salimos de la casa como dos fugitivos en busca y captura, montamos en la moto y salimos disparados al punto de reunión.
Podía sentir las lágrimas caer por las sonrosadas mejillas de Ana, podía escuchar el sonido de sus suspiros que sonaban a plegaria, podía percibir la agonía en cada uno de sus latidos, en cada una de sus sacudidas. La visión de perdernos el uno al otro si todo salía mal, era más fuerte que nuestra necesidad de ganar lo que nos pertenecía por derecho, de nuestra razón de existir, de sentir, de amar. De vivir.
La ojeada rápida dada a nuestra vida en común durante este verano, me hizo sentir envidia de mi mismo. Añoraba los momentos a solas con Ana, evocaba las sensaciones vividas durante los innumerables besos de enamorados que nos habíamos dado, rememoraba los sudores producidos en nuestras visitas al faro, en nuestras escapadas de las fiestas, de nuestras salidas nocturnas a solas.
Aquellos momentos tan especiales quedaban lejos, en las profundidades de la memoria, en los recuerdos de ayer. Instantes de relajamiento, segundos de amor, intervalos de pasión descontrolada por el fuego del corazón, que ahora eran ridículos espejismos.
Comenzábamos a sentirnos vacíos, a tener la sensación de que todo lo que habíamos echo este verano había estado atado a un guión predestinado, percibíamos las dudas que nos asaltaban y capturábamos las pocas posibilidades que nos quedaban.
Anhelábamos las "paradas de tiempo" que se producían cuando nos mirábamos a los ojos, codiciábamos las sensaciones que nos estaban siendo robadas, ansiábamos estar bajo el faro haciendo el amor.
Cuando llegamos al parque de las tetas, Alberto y mi hermana ya estaban allí. Nerviosos, distantes, perturbados. Las miradas se cruzaron en los dos sentidos y ninguno de los cuatro dábamos crédito a lo que íbamos a hacer. Ninguno sabía por que nos habían elegido a nosotros, ninguno sabíamos que teníamos que hacer, ninguno.
La extensa espera se prolongaba a lo largo de la mañana, entre los últimos ramalazos del verano, entre las últimas gotas de calor, entre las últimas notas de pasión.
Las palabras comenzaron a ser distantes, las respuestas se convirtieron en productos de secano, las recuerdos comenzaron a borrarse, las miradas se truncaron vacías.
Pasó el medio día y los sudores no afloraban, las preguntas se deshicieron y las respuestas no existieron.
Llegó la tarde entre miradas cansadas, entre goteos de desaliento, entre pinceladas de exaltación. Los minutos pasaban por el puente de la deseperación, formando una procesión de seguidores del nerviosismo, entre fieles cofrades de lo inquieto.
Las sombras de la noche comenzaron a llegar sigilosamente, entre vaivenes de dudas, entre balanceos de personalidad. Sacudiendo la atmósfera de inquietas vibraciones de la nada, impregnando el aire con su olor a oscuro.
El momento se estaba acercando y tenían que encender un fuego. Los movimientos parecían calculados al milímetro, las pisadas se compenetraban a la perfección, la razón dejaba paso a la disciplina.

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