jueves, 10 de febrero de 2011

A Divinis.

Capítulo XII "El regreso"

Todos habían salido de la caverna excepto el grupo de Alberto y compañía, estaban tardando demasiado y los demás iban a organizar un grupo para entrar a buscarlos, cuando una estampida de murciélagos cortó por lo sano todas las reacciones posibles. A la estampida le siguió un derrumbe de rocas, que hicieron que todos retrocedieran diez metros, y a esta una nube de polvo que oscureció todas las miradas en cien metros a la redonda. Se hizo el silencio.
No se oía ni la respiración de una mosca, no se movían ni los pelos de las pestañas, no palpitaban ni los corazones. Estaban paralizados esperando alguna respuesta a tan brutal carambola.
Se escucharon unos pasos a lo lejos, se percibió las palabras mudas que no salían de ninguna boca, se olió el aliento pesado de humedad y moho, pero no se escuchó ni una sola brizna de alegría.
Entre la nube de polvo se vislumbraron cuatro figuras humanas, venían a dos metros el uno del otro. No se miraban, no se ayudaban a subir por las laderas, no traían las mismas miradas de antaño, ni si quiera entre ellos parecía haber sintonía, estaban pálidos a la luz del polvo.
Cuando la nube comenzó a disiparse y se podían distinguir mejor las siluetas, vieron que se trataba del grupo desaparecido de Alberto, comenzaron entonces las alegrías.
Bajaban cabizbajos, desangelados y poco vívidos. Traían una cara de desaliento, de desesperanza y de astío.
Cuando llegaron a la altura de los demás alguien dijo:
-¿Nos marchamos ya?.
Y los doce se pusieron en marcha de regreso a sus casas, no había sido una buena experiencia.
Las motos comenzaron a rugir de nuevo, emprendieron el descenso por la ladera lo más deprisa que pudieron, no miraron atrás y no se arrepintieron de ello.
Las palabras iban calladas, las miradas marchaban ciegas en el sendero, los pensamientos paseaban a sus anchas por los caminos de la bagueza, las risas del comienzo del día se habían tornado seriedad y caras largas, los buenos rollos de tres horas antes se habían rehabilitado en cosas sin sentido, las buenas vibraciones de la subida se habían quedado en lo más profundo de la cueva, lo más grande que se podía vivir en pandilla se había transformado en la pequeña pesadilla de una niña de tres años, nada era lo mismo de cuando subían por la montaña.
Todos bajaban en fila india y agrupados menos una pareja, la formada por Ana y su novio, que lo hacían despacio y muy abrazados. Parecían siameses, no se los podría haber separado ni con una palanca, estaban muy unidos.
La moto frenó y ambos se bajaron de ella, y continuaron la marcha a pie. Alguien, picaronamente, dijo:
-Esos dos se lo han pasado de maravilla allí abajo.
No hubo ni una sonrisa, las miradas declinaron en la hermana de él y observaron la seriedad en sus ojos, que ni pestañearon. Siguieron por el largo y abrupto descenso de la colina y finalmente la parejita se perdió detrás de ellos. No querían compañía, era evidente, les gustaría estar solos como dos tontos enamorados y conocer sus sentimientos a fondo.
Los dejaron a solas para que exploraran todos los recónditos escondrijos de sus sentimientos, no querían interferir en un amor nacido de la comprensión del dolor, traído a la razón por la fuerza de un sentimiento puro, llevado hasta la meta de una gran carrera por sobrevivir a la mentira impune.
Las cinco motos se pararon otra vez en la fuente de las siete bocas, y volvieron a beber para cumplir bien con la promesa realizada a la subida, comenzaron entonces las preguntas entre ellos;"¿qué tal la excursión?", "nosotros de maravilla, y ¿vosotros?..., preguntas de ese tipo que ayudaron a romper el hielo del descenso asfixiado por la necesidad de salir de la cueva.



La oscuridad me tenía absorbida toda la capacidad visual, la necesidad de salir de allí cuanto antes me había echo olvidarme de Ana y de los demás, y cuando por fin pude ver la luz del día, una bandada de murciélagos, espantados por el sonido de nuestros pasos, me hizo resbalar provocando un desprendimiento de rocas que por poco no se llevan a Ana a rastras. Algo inmenso cayó del techo de la gruta, golpeó el suelo violentamente y levantó la nube de polvo más grande que yo haya visto jamás.
La oscuridad había regresado en forma de niebla intensa, de polvo húmedo y pegajoso y de olores rancios a vacío y pobredumbre.
No me acordé de Ana hasta que no me dio la mano. La levanté del suelo y comprobé que mi hermana y Alberto estaban bien. Continuamos la marcha, a ciegas, hacia la salida y, cuando la vimos nos soltamos de manos y corrimos hacia la luz. Los demás nos estaban esperando con caras desconcertadas, mezcladas entre alegría y cansancio, nadie nos saludó cuando llegamos a ras de suelo, todos nos miraban esperando alguna respuesta en forma de mirada o algo, pero lo único que salió de mi boca fue:
-¿Nos marchamos ya?.
Todos parecían tener mucha prisa, arrancaron las motos echando ostias y bajaban por la ladera como almas que lleva el diablo, incluidos Alberto y mi hermana.
Ana se agarró a mi y me realizó la pregunta que me hizo más feliz:
-¿Me quieres tanto como dijo la gitana?.
-Ana, yo te querré por encima de todas las cosas, sobre toda clase de inclemencias, a pesar de las gentes o las calumnias, por sobre todas las cosas, de personas, de incidentes y a pesar del tiempo. Te querré antes, durante y después de la muerte, te querré en la enfermedad, en la alegría, en la desfachatez de las personas, en los momentos tristes, en los instantes difíciles de tu vida, en la continua progresión del mundo, en la inquietud de tus sentimientos y en la personalidad de tu ser. Yo siempre te querré a pesar de los pesares.
Detuvimos la moto y decidimos realizar el descenso a pie. Caminábamos agarrados de la mano, mientras nos mirábamos a los ojos y nos veíamos el uno al otro en todo nuestro esplendor.
Cuando llegamos a la fuente de las siete bocas, los demás ya se habían ido menos Alberto y mi hermana.
Tenía la cara seria pero no estaban asustados, nos vieron llegar despacio y comprendieron por que nos habíamos bajado de la moto cuando nos miraron a la cara.
-¿Qué vamos a hacer ahora?.-Preguntó Alberto.
-Mi opinión es que no deberíamos hacer nada hasta que llegue el momento, e intentar pasárnoslo lo mejor posible hasta ese día.-Contesté.
-De acuerdo, entonces,¿lo olvidamos?.-Insistió mi hermana.
-Yo no he dicho eso Mabel, solo que lo dejemos aparcado por un tiempo hasta que llegue el día.
Todos asintieron y la alegría empezó a desperezarse, en sus caras podía verse alivio y desahogo.
Las motos volvieron a rugir.

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